Hace unos años, y tengo que reconocer que fue de auténtica casualidad, el azar quiso que acabásemos conociendo una de las fiestas populares españolas más pintorescas, originales y divertidas con las que he tenido la suerte de dar en mi vida.
Todo transcurrió en un viaje al norte de España con los amigos cuando a la altura de Pontevedra, mientras quemábamos rueda en nuestra furgo de alquiler, alguna emisora de radio local anunció que estábamos en la semana grande de una localidad cercana llamada Catoira, donde en los próximos días estaba a punto de celebrarse la popular romería vikinga que en cada edición acogía a miles de visitantes, tanto de Galicia, como del resto de España y hasta de otras muchas partes del mundo.
Tanto fue el bombo que el locutor le dio a la noticia, que consiguió despertar en nosotros un interés tal por aquel desconocido evento que decidimos modificar nuestra hoja de ruta para quedarnos un día más de lo previsto en la zona y poder conocer de primera mano ese peculiar festival.
Nuestra sorpresa nada más entrar en el recinto fue ver el alto grado de implicación de toda la gente del pueblo para con la fiesta, así como los que venían de turistas a pasar el día como nosotros. Casi un 90% iba mimetizado con la temática. Familias enteras perfectamente caracterizadas de guerreros escandinavos llenaban cada rincón de aquella explanada junto al río, ataviadas con pieles, cascos con cuernos, escudos de madera, espadas y hachas.
Desde ese preciso instante nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio y de que muy lejos de ser una fiesta de disfraces sin ningún motivo de peso de fondo, esta romería llevaba muchos años de tradición a sus espaldas (nada menos que desde 1960, según nos dijeron más tarde) y estaba considerada como un Bien de Interés Turístico Internacional desde el año 2002.
Pero, ¿en qué consistía la fiesta? y ¿cuál era el origen de tal celebración? -nos preguntábamos.
De entre las 25000 almas que allí campaban por el recinto topamos con un concejal de la localidad que muy amablemente nos ilustró y nos puso en situación de todo lo que allí estaba teniendo lugar.
Al parecer, el motivo original de una celebración de tal envergadura era la conmemoración de las batallas que tenían lugar durante los siglos IX y X entre las tropas locales de catoirenses y los piratas normandos y sarracenos, que aprovechando el cauce natural del río Ulla pretendían llegar hasta Santiago de Compostela para, una vez allí hacer una incursión y confiscar tantos tesoros compostelanos como pudiesen.
La historia cuenta, que los héroes locales, esperaban a estos piratas en la fortificación levantada junto a la orilla del río conocida como “Torres de Oeste” para obligarlos a desembarcar y llevar a cabo las batallas en defensa que aquellos preciados tesoros.
Después de escuchar estas palabras toda aquella escenografía que se estaba representando delante de nuestros ojos cobró mucho más sentido, y aquella enorme nave vikinga de 18 metros de largo que se estaba aproximando hacia las torres con decenas de vikingos jaleando e incitando a la lucha, representaban al pueblo invasor del que este señor nos había hablado. Tengo que confesar, que cada detalle de la “performance” estaba minuciosamente cuidado, y que aquella “drakkar”, nombre que usaban para referirse al galeón, podía llegar a ser tan realista como la fueron en su día las auténticas.
La recreación del momento del desembarco fue sin lugar a dudas la parte más conseguida de la celebración. El vino corría a la vez que los guerreros saltaban del barco al agua, las peleas entre invasores e invadidos se sentían a flor de piel y los golpes entre las espadas al chocar se podían escuchar desde cualquier parte del recinto. Nadie podía poner en duda que aquellos jóvenes locales no sintiesen la fiesta como suya propia y los dotes interpretativos estaban muy a la altura de las circunstancias.
La conclusión que saqué de este singular evento fue que, aunque el trasfondo de toda la celebración tuviera un motivo bélico, lo que se respiraba en el ambiente por encima de cualquier otra sensación, era la de un memorial de los hechos sin ningún ápice de odio o rencor a los conflictos de antaño. Una rememoración sana y carente de bandos que terminaba con un banquete de confraternización entre las dos partes el resto del pueblo asistente.
A pesar del calor y el buen rato que tuvimos que esperar a que la escena concluyera, pasamos una mañana bastante divertida y de las que quedan para el recuerdo.
La oferta de actividades de la romería no se quedó sólo en el desembarco. Era fácil encontrarse espectáculos teatrales por casi todos los sitios, muchas muestras de folklore gallego donde no faltaban las gaitas, tamborradas, zancudos o pasacalles animando la distendida jornada.
El broche final a un día diferente como lo fue aquel, lo puso el mercado medieval que se disponía con sus decenas de puestos de artesanía y de gastronomía local en la zona de entrada al recinto y que a la ida, con las prisas por no quedarnos sin sitio junto al río, lo pasamos de largo.
Allí pudimos probar una gran variedad de platos locales que nos supieron a gloria: mejillones, pulpo, un gran surtido de empanadas gallegas, paella de marisco y alguna copa de vinos de la zona. En uno de los kioskos conocimos a una pareja danesa que nos comentó que Catoira estaba hermanado con su pueblo por el pasado vikingo que a ambas localidades les unía y que intentaban venir como mínimo una vez cada dos o tres años a estas fiestas.
El día concluía y a nosotros nos tocaba seguir con nuestra ruta por la cordillera cantábrica. Nos despedimos del pueblo con morriña y anotamos a fuego en nuestras cabezas aquel primer Domingo de agosto como fecha de las que no se deben olvidar. Volveremos. Eso era algo que todos teníamos clarísimo, y es que aquella fiesta pagana había conseguido enamorarnos a primera vista desde incluso antes de conocerla físicamente.